Un teatro de sombras bajo la superficie del brillo

Texto curatorial de César Núñez

Todo resplandor guarda en sí la amenaza de su propio derrumbe. Lo luminoso, cuando se mira de cerca, revela siempre una sombra que lo sostiene, un esqueleto de cables, engranajes y estructuras que el ojo distraído no alcanza a percibir. Lo que a la distancia parece grandioso, en la cercanía se despliega como un teatro de artificios, un escenario donde la promesa de eternidad se vuelve polvo y cartón. La cultura de lo visible se alimenta de esta paradoja: aquello que fascina también oculta la grieta que lo erosiona desde adentro.

En la reducción de escala, esa tensión se intensifica. Lo inmenso se vuelve diminuto, lo intocable se revela quebradizo. La miniatura funciona como un espejo invertido: concentra en su fragilidad la memoria de lo monumental, y al hacerlo deja entrever la dimensión espectral de aquello que creíamos sólido. La pequeñez no es inocencia, sino un modo de exponer lo inabarcable en su vulnerabilidad más íntima.

Es en este territorio donde se inscriben las obras de Mariana Pérez, que despliega instalaciones en miniatura como escenas detenidas en un tiempo ambiguo. Sus arquitecturas reducidas no buscan reproducir un mundo, sino mostrar el reverso de su brillo. 

En cada montaje inconcluso, en cada personaje diminuto, en cada artificio expuesto, se insinúa la grieta que atraviesa al entretenimiento: lo que afuera parece inmutable, aquí aparece como un organismo frágil, casi ridículo.

Más que un juego de proporciones, su trabajo es un gesto de resistencia poética. En lo pequeño, Mariana encuentra la posibilidad de enfrentar aquello que en lo inmenso se vuelve aplastante. Sus obras nos invitan a reconocer la paradoja de un mundo que se erige sobre ilusiones brillantes, pero que, visto de cerca, revela un trasfondo melancólico: un teatro de sombras que late bajo la superficie de lo espectacular.

El espectador queda entonces suspendido en esa duda: si cada artificio revela su fragilidad, ¿qué permanece cuando todo se derrumba?, ¿qué queda de nosotros cuando la luz se extingue? No hay respuesta definitiva, sólo la certeza de que en lo pequeño late una verdad mayor: lo visible se disuelve, lo grandioso se reduce, y lo que parecía inmutable se convierte en un resto frágil que insiste en permanecer. En esa persistencia mínima, casi invisible, es donde se abre la posibilidad de imaginar otra forma de habitar las imágenes.